17 agosto, 2011

Córdoba y yo

Córdoba es mi hogar, mi lugar de reposo, de fantasía, de reflexión. Cuando me siento perdida, nostálgica o simplemente por placer, vuelvo y me reencuentro con ella. Y si bien tanto he renegado de ella, ahora, pasado el tiempo, y consciente de su valor, no puedo evitar volver y abrazarla como hija pródiga que, creyendo ir en busca del paraíso, no encontró algo mejor ni parecido.

Córdoba me arropa, me hiere y me cura, como si tuviera un síndrome de Münchhausen con el que someterme y subyugarme para, al mismo tiempo, elevar mi espíritu.

Y voy paseando por las calles y se llenan de fantasmas.

Esa librería que lleva años cerrada, es donde yo bajaba de vez en cuando sólo por el placer de perderme entre las estanterías de libros, aunque no tuviera dinero alguno para poder adquirir un volumen.

Al lado de la Plaza de la Compañía, delante de mi colegio, me veo con once años diciéndole al chico que me gusta, que me gusta, para acto seguido salir corriendo dividida entre la vergüenza y el orgullo por haberme atrevido a decírselo.

A veces, cuando camino por la calle de la Fundación Antonio Gala, me detengo unos segundos ante la puerta para poco después continuar mi camino con una breve punzada en el corazón.

Entraría en la Biblioteca Central, pero me da escalofríos.

En esas escaleras me sentaba cuando había olvidado las llaves de casa y no había nadie para abrirme la puerta, y entonces me enfrascaba en ensoñaciones mientras la música giraba en mis oídos.

Las noches de soledad, asomada a mi balcón, armada con un cigarro y una libreta y un bolígrafo con el único afán de escribir.

El cosquilleo de verme en bicicleta, hace dos veranos, corriendo por el Gran Capitán en plena huida. Frenazo. Joder. Retroceso. Risas.

Ése es el banco donde más he llorado en toda mi vida. Cuando pensé que, para mí, todo había terminado.

Completamente ebria, subiendo los escalones de mi casa uno a uno, feliz y mareada.

Tenía diez años e iba con patines. ¡Malditas piedras de Tendillas, por poco no me hacen caer!

Mi plaza. Y digo MI plaza porque es mía. Y punto.

Mi primera litrona a los dieciséis años, que casi no me cabía en el cuerpo, y ella riéndose de mis reacciones y yo contagiada de su risa a mi vez, intentando mantener la cerveza dentro de mí.

La calle Rey Heredia, donde vivía la mejor amiga de mi infancia y primera juventud. Nosotras subiendo vestidas de una forma que ahora juzgo ridícula, con un maquillaje y unas minifaldas imposibles, con trece años, dispuestas a pasar un rato en una discoteca de sesión light donde por supuesto no encontraríamos nunca ningún príncipe azul y sí muchos sapos.


Tantos rincones con tantas anécdotas, que me detenga donde me detenga, puedo sentirme tan acompañada de recuerdos, que a veces puedo llegar a sentir una profunda nostalgia. Pero últimamente no. Simplemente paso, recuerdo y sonrío.

Y es que Córdoba me muestra que soy quien soy por todo lo que he sido. Cuando vuelvo a Córdoba no lo hago para encontrarme con ella, sino conmigo.

Ahora sé que ha llegado a formar parte de mí, y que yo puedo dejar Córdoba e irme, pero Córdoba permanecerá en mí esté donde esté.


1 comentario:

innuendo dijo...

me fui a otra ciudad que también se siente digna de haber albergado tres culturas simultáneamente... más pequeña, menos blanca, con otro río. Nada que ver, a pesar de las coincidencias. Nada que ver con Córdoba, que por mucho que yo me deba a la ciencia.. no sé demostrar porqué todo en Córdoba es mejor. Me he ido para poder llenarme la boca diciendo que sí, que inexplicablemente, Córdoba es mejor.
El agua cae con más frescura, las sombras se agradecen más, el blanco alegra mejor.
No porque el presente sea peor que el pasado, sino porque todo lo que Córdoba roza, sabe mejor. Científicamente inexplicable. Mezclas inexpugnables.