05 mayo, 2010

Un día en el submundo


La basura se acumula por todas partes. Varias ratas campan a sus anchas por la microciudad dentro de la ciudad, que es tan suya como de miles de drogadictos que deambulan por las calles. La suciedad inunda los edificios. Plástico, papel, hojalata. Basureros sin tapadera, vendida al mejor postor. La pintura se evapora de las paredes, triste y desconsolada, porque nadie sabrá apreciar su belleza. Aquí manda el dinero. La droga. No hay ley, apenas orden.

Las mujeres, llevadas a la condición de marujas, se pelean por un trozo más de chocolate. Los maridos se chulean entre ellos, se sacan las navajas y discuten sobre quién se acostará con la mujer de quién por dinero. Los niños juegan, siendo en parte ajenos a la mugre que los rodea, aunque estén llenos de mierda hasta el cuello. Seres de pesadilla emergen de las profundidades. Están tan consumidos por la droga que apenas se adivina cómo se mantienen en pie, pues son puro hueso y pellejo. Miradas consumidas, mentes vacías. Aquí, todos los vivos están en realidad muertos.

Prostitutas vagando por las calles, con sus zapatitos diminutos, sus faldas cortas y su bolso. Un atuendo tópico, carente de imaginación, como las cabezas de esas criaturas. Rezuman amargura y tristeza. Cansancio. Hastío. Dar vueltas una y otra vez hasta que alguien te suba a su coche y así puedas acariciar con tu lengua los recovecos más oscuros de un ser repugnante que nunca te dirá “te quiero”, o apreciará que has cambiado el maquillaje para estar más atractiva, o se preocupará por el dolor de tu muñeca, o te abrazará y te llevará lejos de allí. Lejos de la pesadilla. Porque le gusta la carne. Y tú eres solo un trozo de carne que poderse follar. ¿Qué te creías, eh, puta?

Puestos y quioscos infectos de familias infectas, puntos de venta de droga, pantallas de plasma en salones de apartamentos V.P.O. Una ironía haciendo las delicias del humorista más macabro.

Y me llama la atención la mirada de un niño, aún brillando con una inocencia que muy pronto perderá, que lleva una camiseta verde y un balón en la mano. Y habla con voz dulce y explica que unas mujeres se están peleando, y lo dice con toda normalidad. Y a mí, casi se me llenan los ojos de lágrimas al ver la realidad a la que él se enfrenta cada día, tan solo un paseo turístico para mí. Y desearía arrancarlo de allí, enseñarle mis libros, bañarlo, acariciarle el pelo, hacerle batidos de fresa o chocolate, regalarle peluches, besarlo. Darle amor en definitiva. Darle un futuro que no tiene y que nunca tendrá, porque la suerte se lo ha quitado.

No hay dios que les ayude, administración que les tienda una mano, Estado que les escuche. Son las criaturas del inframundo que vagan por la Tierra, sinley que tienen sangre blanca en lugar de roja, mugre por vestido y un futuro tan negro como sus ojos, ansiosos por consumir.

Mientras, la ciudad, llena de estrés, ciega sus ojos ante una realidad para ella inexistente, cena cada noche a las diez en punto comida caliente y bien dispuesta. La ciudad ve la televisión, asiste a la escuela, se emociona con la música, rueda en coches con seguro, juega en parques donde pincharse con una jeringuilla no es una opción.

Dentro de ella, la microciudad llora su abandono y su olvido. La microciudad es el gueto donde todo lo que no nos gusta se encuentra. El submundo queda reducido a tres mil viviendas, donde sesenta mil historias diferentes se enredan y se destruyen, donde se drogan y alucinan, donde existen sin conocer lo que es la vida. Solo la ley del más fuerte y los impulsos de la adicción.

Porque aquí, en el submundo, todos los vivos ya están, en realidad, muertos.

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