26 febrero, 2010

Siégame la vida


Observándote me doy cuenta de que nuestras sonrisas son gemelas. Esta coincidencia no deja de sorprenderme, pues perteneces a un mundo completamente distinto al mío. Se me hace difícil imaginar por qué tu arquitecto y el mío se conocen, o cómo en puntos tan distintos tuvieron pensamientos semejantes. Quizá lo que te hace irresistible a mis ojos es eso, que entre tanta diferencia puedo encontrar un elemento en común en el que sentirme como en casa. Para lo demás, somos incompatibles. Sé por qué me has cogido de la mano y me has traído hasta aquí: Es el único lugar donde podemos coexistir.
Me revuelvo porque tu calor me inquieta, o quizá me enerva sentir que me abrase tanto en solo unos segundos de contacto.
Noto en un leve roce cómo tu pelo negro susurra mi nombre en la noche y me envuelve en su olor, y mi mano se retuerce, ansiosa de acariciar, de sondear tu textura, de agarrarse a lo infinito de tus cabellos y saltar desde lo alto de tus pestañas para ahogarme en tus ojos llenos de sombras; para fundirme a tus labios, llenos de luz.
Y entonces tu boca rueda por mi garganta e imprimes besos furtivos e invisibles en la piel, marcando señales que no podrán dejar testigos cuando comience el día, permitiendo que solo puedan juzgarme por mi silencio.

Tus dientes arañan mis átomos y en un último suspiro, me dejo morder por ti. Una vez, otra, otra más. El placer me arrastra y cierro los ojos unos instantes. El corazón late violento y apenas enfoco tu rostro. La oscuridad nos envuelve y yo sé que no has calibrado las consecuencias de tus mordiscos. Seremos vampiros por la mañana.

Al despertar con tu imagen en mi mente, me doy cuenta de que tengo algo tuyo y tú tienes algo mío. Y, mientras tú me has dejado la llave de tu alma, yo te he dejado las cenizas de la mía.


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