10 octubre, 2009

Cuaderno de notas del viajero encadenado

Venga, ahora un recuento de las razones por las cuáles me he subido a este tren...
Para qué molestarme, si no voy a encontrar ninguna convincente.


Dejo en una ciudad aquello que más quiero para reencontrarme con la negación de mi personalidad, que tanto me desgasta y desespera.



La gente de mi vagón parece aburrida. Seguramente, para ellos al igual que para mí, viajar en tren forma parte de la rutina. Sin embargo, para mí, cada trayecto tiene algo distinto, algo diferente. Nunca me subo a un tren con los mismos sentimientos y sensaciones que me acompañan en viajes anteriores.



Dependiendo de cómo vaya o con quién vaya, un mismo trayecto puede ser radicalmente distinto a otro.



En algunos me pongo a leer, en otros escucho música, en otros me paso todo el viaje con la vista clavada en el paisaje disfrutándolo y en ocasiones tengo esa misma postura, solo que realmente no estoy viendo nada, sino que estoy perdida en mis pensamientos aunque mantenga la vista fija en la ventana.



Tampoco falta el día que me da por escribir como hoy, ya sea a mano o en el ordenador. Siempre sale algo nostálgico, algo de color gris, porque hacer un viaje significa enfrentarte a la pérdida de algo. Porque viajar no es sólo perder un contexto, es perder todo el mundo que está sujeto a él. Y a veces, duele.



También suelo pensar mucho en otras personas, ya sean las que vislumbro desperdigadas por el paisaje, ya sean mis compañeros de vagón. ¿Irán a reencontrarse con alguien muy querido? ¿Quizá acaben de dejar a alguien muy querido? ¿Viajan porque buscan pasar un fin de semana en un lugar distinto al habitual? ¿Existe algún asunto urgente que tienen que solucionar y por eso parecen agobiados? ¿Será un viaje de negocios? ¿Irá alguien en mi vagón que, aunque está al igual que yo pacíficamente reposando en su asiento, está luchando interiormente porque se resiste a ir hacia donde este tren le lleva y se está preguntando que por qué no perdió oportunamente su billete, o por qué no hizo como que se le olvidaba algo de vital importancia en casa, o por qué en un último impulso romántico no se arrojó fuera del tren antes de que éste comenzara a avanzar por los raíles?



Hacer un viaje no es nada fácil. Hacerlo todas las semanas se convierte en una verdadera pesadilla.



Yo no quiero hacer este viaje. Quiero quedarme donde estaba. ¿Por qué tengo que regresar, si realmente no quiero hacerlo?



El cielo se sonroja. Parece que tuviera la culpa de lo que pasa. El cielo se sonroja porque el sol se esconde, porque el sol no quiere ver mi cara de desilusión cuando llegue a mi destino, porque quiere quedarse con mi última sonrisa de la estación.



El paisaje se vuelve árido. ¿Así de yermo se me vuelve a mí también el alma?



Paisajes semiurbanizados.



¿Así son los sueños de quienes viven por aquí, enladrillados, compartimentados en cemento, electrificados, metalizados, asfixiados por las piedras grises del camino?



Y un nudo se me hace en la garganta.



Porque hay viajes que nunca se deberían hacer. Porque hay viajes que deberían estar prohibidos.



Aunque si de viajes prohibidos se tratara, los haría todos, como por fortuna, haré mañana.



Seguro que para entonces, brilla el sol y algún amante entra en el tren de polizón por estar con su amada y yo los miro complacida y cómplice les sonrío.

1 comentario:

Argeseth dijo...

Siii, viajar siempre tiene un poco de todo eso. Yo siempre lo pienso dos veces antes de salir de casa pero parece que soy fácil de convencer, jaja
Un beso viajero.